miércoles, 6 de marzo de 2013

Casa tomada o el trastorno de estar vivo


Volver a algunos lugares de la era prehistórica, por ejemplo aquella fortaleza casi de cartón de diecisiete metros cuadrados donde viví durante el primer año de carrera, aquella fortaleza donde todo absolutamente todo era novedad empezando por mí misma, y donde leí "Casa tomada" por primera vez con el sentimiento consternado de que la emoción era algo supeditado al misterio y a la maravilla. La cama estrecha, en algún momento compartida, el pequeño frigorífico de hotel y la mesa bajo la ventana: el reino de la inexperiencia, ese valor inaudito, esa congruencia de vivir. "Casa tomada" y tantas otras letras que inauguraron un espacio ancho y oscuro por el que aún transito. Volver a ver aquellas páginas apretadas, el libro viejo regalado por alguien mayor que yo que dormía en un colchón en el suelo de una habitación en la calle Feria, alguna vez compartido. Pero sobre todo la novedad (yo misma novedad) de la soledad y la sorpresa. Ayer noche releímos "Casa tomada" en Torrecilla. En voz alta, cada uno una página del cuento fotocopiado. Durante la lectura, viaje a través del tiempo, en contra del viento, por la negritud y lo perfecto. Ya digo: aquella fortaleza casi de cartón de diecisiete metros cuadrados... Ante mis ojos la persona que en mí vivía con unos temibles dieciocho años. Tras la lectura un silencio, bien llamado conmoción. A la salida el frío, Madrid, los compañeros, la guinda de un pianista italiano tocando para nosotros el espectro de un París inhabitado. La cerveza rápida y nerviosa. La cosa que tiembla entre las manos del que todavía ama. Lo incongruente de vivir sabiéndonos expulsados de nuestra propia vida.