viernes, 25 de mayo de 2012

Como todo es una absoluta mierda, zambullida en mis filias: tengamos los ojos limpios para leer




Querido y viejo amigo:

De todo lo que me dices en tu postal, con la letra tan pequeña, solo me da miedo una cosa. Dices que tu voluntad para leer es destructiva, que nada te consuela, que no eres capaz de terminar un libro. Los años, las pestañas quemadas, las excentricidades propias y el desasosiego de la vida; supongo que no es para menos. Supongo que debería pasarnos a todos, y sin embargo me rebelo ante esa condición desengañada e insatisfecha. ¿Qué ocurre, por qué desapareció la blanda capacidad para el disfrute? Blanda es una palabra con tantas connotaciones peyorativas que uno la desecha rápido como mosquito en nariz, como bicho desconocido cosquilla en hombro. Pero la blandura (que no la debilidad, la futilidad) es lo esponjoso, es la capacidad para absorber, que ojalá fuera infinita en algunos mecanismos de nuestro interior. Me pregunto, me indigno. ¿De verdad no hay nada que te haga sonreír, llorar, abrir los ojos? ¿Entre todo lo que hay, lo que hubo? ¿Nada te revienta? No puede ser, no me lo creo: ¿qué buscas ahí, entre las páginas, con qué demonios te esperas encontrar, qué necesitas, para que nada te golpee?

Yo, quizá por la falta de tiempo, me dejo embelesar, y que el mundo me conserve la ingenuidad lectora (quiero decir la que me queda). Me adentro en la novela decimonónica como en un palacio, y si me pierdo, y si me aburro en los pasillos (tan largos a veces, fríos), cierro el libro y duermo porque mañana será otro día. Cuando ya no puedo más, me perdono las páginas que me queden: si estuviese en la cárcel o de nuevo tuviese dieciséis años, los libros de mil páginas serían pan comido, pero por desgracia como de otro pan histérico. Cada párrafo brillante ha brillado en mis ojos, cada personaje imperfecto y simple, inolvidable. Luego salto a otra cosa: últimamente los norteamericanos me satisfacen, llegué tarde a sus orillas. Algunos norteamericanos relatistas (ayer terminé La última noche, de James Salter) son los maestros de la foto, nadie como ellos, en verdad, describe tan hirientemente a una sociedad a una familia a un personaje con un par de diálogos parcos, que pueden parecer irónicos o idiotas, que te hacen sentir hastiado o idiota, nadie como ellos en tan poco espacio (ese párrafo inicial, que parece inocente, un poco desmañado, como de cartón piedra; esa acotación al diálogo como espina de pescado) radiografía tanto. Luminosamente fotografían lo deprimente que es la vida y al final te duele en los ojos igual que un flash. Ya alguna vez te dije: Alice Munro, oh dios. Lorrie Moore, sagaz. Ethan Canin, disimulado torturador. Pero hay tanto más, y tanto más que desconozco, y eso es lo mejor y lo desquiciante. Mi sufrimiento es otro: anoche mismo me latía el corazón como enfermizo revisando de lejos las estanterías de mi salón; muevo los dedos como una pianista agotada y sueño con el imposible de un destierro, de un paréntesis largo, sol y una montaña de libros y moscardones lentos alrededor, de los que uno no tiene que espantar. Tengo tanto por hacer, tanto que no conozco. Solo con los muertos no tendría tiempo de acabar. (Precisamente con ellos, ahí está el futuro, en los muertos.) Pero aún hay algunos viejos vivos que hicieron un enorme trabajo. No espero la redención, no espero devorar: simplemente leer. Subrayar un párrafo, admirar una técnica, temer por el destino de un personaje como temo por el mío, cerrar un libro horrorizada por el miedo o la obscenidad. Ampliar mi campo de batalla. Lo moderno es otra cosa: ya por mi trabajo leo mucho de eso y entonces. Lo moderno está ahí y en ocasiones es conflictivo para mí y a la vez menos mal que está ahí como estamos nosotros y como vendrán otros, pero como no hay tiempo para nada no hay que lamentarse por la falta de comunión. En lo contemporáneo, claro, también está el futuro, aunque desconocido (Los ingrávidos, el ejemplo de una sorpresa última).

Hay que leer como si nadie existiera. Hay que despreocuparse de la soberbia. Hay que temer y confiar. ¿Es que alguno de nosotros esperaba que Claus y Lucas arañaran nuestras ventanas con sus uñitas, cerradas a cal y canto por la ignorancia? Y Claus y Lucas, recuerdas, llegaron como un regalo hiriente. Y así, poco a poco, va llegando la vida a nuestros pies: barro muchas veces, a veces fina arena salada. Como vinieron Mark Strand o Cummings (la lucidez de los hombres), como las citas de Anaïs Nin o de Beauvoir, sus frases desgarradas y obsesivas. Pasan cosas: un día llegó ese pasaje de La ciudad feliz y convirtió a la odiosa Hello Kitty en un icono imborrable (soy capaz de ver a esa niña perdida, ese bolso de plástico rosa inalcanzable). Querido y viejo amigo: podría seguir toda la mañana rebuscando en mis recuerdos y en mis libros pendientes, para intentar, absurdamente, insuflarte un poco de ilusión. Siempre fui una combatiente del entusiasmo. Y no, claro que no ando todo el rato alucinada, claro que me aburro, me pierdo, me canso, claro que siento vergüenza ajena (y propia). Claro que ya nunca más tendré aquellos años y claro que la existencia es agotadora y dura. Pero, ¿sabes?, esta mañana iba en el autobús, muy temprano, y la ciudad tendía los puentes de la luz entre los individuos, con este cielo de antes de verano, y yo me sentía bien, no como todas las mañanas, solo como algunas, y mi cabeza estaba fresca porque me he lavado el pelo con agua muy templada antes de salir de casa, y en mi asiento favorito del 50, junto a una mujer que leía un best-seller, he abierto un libro nuevo, aunque no recién comprado (no caducan), he quitado la fajilla y la he escondido dentro para que sirva más tarde de señalapáginas, he leído los créditos, he acariciado la portadilla, el título, y he empezado a leer un cuento que se llama «Ultramort». Querido y viejo amigo: una sonrisa se me ha colado entre los ojos, la suavidad en los párrafos, el contenido que me espera, los versos conocidos de Jaime Gil de Biedma, describir la playa y sentirla, la acidez de las imágenes, la brutalidad, etcétera, etcétera. Puedo estar contenta, seguramente unos cuentos me gustarán más que otros, quizá no encuentre lugar para terminar el libro a tiempo, etcétera, etcétera, pero «Ultramort» está ahí como esas atalayas viejas que todavía no hemos derribado, como ese momento del día en que todavía todo es perfecto, como la carretera angosta y arenosa que nos llevará al infierno, escuchando en la radio del coche esa canción que todavía, muy a nuestro pesar, nos rompe el corazón. Querido y viejo amigo: lee como si todavía. Porque, lo queramos o no, todavía.